
Las caricias que oscilaban en sus manos
en los tiempos perdidos de un lugar sin final,
los escondites de los campos verdes donde ella bailaba
las hermosas tardes de un cielo sin retorno,
me hablaban, de infinitos días de pesadumbre en mi mente
de los apocalípticos desenlaces, del sol sin memoria propia
de los vestidos rojos, en los aires atrasados de los lugares lejanos
de una leyenda sin familia, que en las noches cantaba llorosa
y moría por revivir en el alba, con el silencio atrapado
en los ojos de una mujer hermosa, sin poder tocar siquiera
las manos, y volar con ella a los minutos que perdía con su ausencia.
Los amantes de la luna, entraban por los oídos de la iclesia, los oídos del mundo
en las estrellas de los campos rosas, las flores marchitas
bailaban el son de la sinfonía sin principio
y jugaban, con la magia de estar subiendo hacia lo alto de la nostalgia
de las ventanas rotas en el sueño, con las mañanas vacías sin perdón
y el recuerdo de una noche, sin merecer
quedaba el amargo, cual si fuera el cuerpo del deseo, ella
no podía mirar, no podía hablar, sin entender, sin pensar
solo se le pedía amar, como nunca él lo había hecho
y por quedar plasmada su obra, quedo en la piel de ella un pedazo de su vida
sin proponérselo, en el mundo, en las estrellas, en los últimos momentos.
Gritar, y desgarrar el interminable deseo de querer volver, donde no hay horas
donde los bosques y las murallas se unen y cortan el cuerpo en pedazos
desde los incontrolables tenebrosos monstruos, que la fábula reía
y rezaba, ni ella, ni él
como amantes sin luna, como amantes sin esperanzas
los cuentos del cersis ciliquastrum,
en donde la flauta amaba las notas, debajo de su sombra
y encontraba plácido el mundo que necesitaron para amarse,
convirtiendo su amor, en hojas, en ramas, en aire que hacia el cielo miraba.