
Hacía un tiempo discreto,
tardado por el desafuero,
perdido entre lo convergente de sus ojos
apagado, sin sabor en la boca seca,
sin vino que yo pudiera verter en sus labios,
y la feroz despedida fue tranquila
como agua calma de un lago,
con el viento que de su cuerpo salía,
que prendía con su carne el inmortal augurio,
de la nota entre las sábanas, de ella
que se iba, como amante barata de un día
de un segundo partido en mi memoria,
en mi negra alborada perfecta,
con mi libreto escrito,
mis palabra en su piel,
la amante de una maja luna,
la mujer entera que se deshacía entre mis manos,
haciéndose cada vez más antigua en mis recuerdos,
en los sueños que pudiese, o no, haber yo escrito,
con sus ojos, esa, la alumna callada de los días amigos,
de los veranos desgarrados
ignorados por completo, entre la iniquidad de sus ancestros
y la mansedumbre de un nuevo relato.
De la amante tranquila en la que la convirtieron,
de la mujer deseada, en la que ella se sentía,
de la que ella era capaz de formar,
de arrastrar consigo misma, el pecado,
las miradas de esos, los imbéciles de afuera,
los que preguntaban mucho y la confundía
la atarantaban, la carcomían,
con sus palabras, con sus insultos
sin comprender un poco, al menos,
que ella era el alma de todos los hombres,
y que todos nosotros,
...tan solo éramos unas monedas en el florero.
Una a la entrada, una a la salida, una por Fernanda.