
Hablo por los ojos de ella,
que nos son más que la distancia que separa
al sabor profundo del recuerdo;
a los besos espantados de un momento
al tranquilo descenso de los condenados
al amor enfermo de todas esas cosas,
al frío quejumbroso de los campos tenues,
arrimados, dormidos entre los lagos,
entre sus ojos blancos como el cielo,
entre lo que digo y lo que recuerdo.
Hablo por ella, ya que ella no existe,
más que solo el rojo sinuoso de la cama extraviada,
con cabellos sucios y la cara seca,
sudado espécimen de mujer hambrienta
que revoltosa se retorcía,
con placer espontáneo que miraba,
que amaba el desagarre eterno de las noticias amarillas
de la prensa animada,
los presos inocentes, los moribundos felices.
Me encantaba el vasto suicidio de su inocencia,
aquella que en las febriles tardes de enero nos apresaba
nos envolvía como todas las montañas que viví,
como el frío, así nos encogía,
entre sus manos rosas, y el rostro seco,
los cabellos largos y sudados,
su cuerpo, amante perfecto,
de escritos abundantes, de notas en el tiempo
como ella, era el segundo muerto de las horas,
que el minuto no cedía a la intranquila furia,
que las camas no bastaban para soportar el huracán,
que las sábanas revoloteando estaban,
que sus ojos extraños, se tatuaron en mi memoria
que ella entera era el pecado perfecto de todos los años,
que ella entera es el plan firme de mis instintos carnales,
que ella,
así como irreal se mantiene,
regresa entre los albores solemnes,
de los días más gélidos,
de las noticias animadas,
dibujada desnuda en mi pared,
tatuada salvaje en mi memoria,
descubierta por su voz, cada vez que la quiero cerca.